Renacer en Navidad

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Hay algo en nosotros que se muere cuando muere el hijo, el hermano, el amigo, el padre, el otro. Daca o París, este organismo colectivo tan densamente interconectado en vivo, forma parte de todos nosotros: es componente de un solo tejido planetario, una sola madre patria viva en cada uno.

Esta Navidad no podrá ser la misma Navidad en el mundo cristiano después de los sucesos de noviembre del 2015. No será la misma Navidad en el mundo del Islam, ni en el mundo humano. Tendremos que renacer desde esta muerte interna. Y saber de verdad que nada pasa afuera sin que haya ocurrido adentro; que la punta del iceberg que hemos visto en Francia, España, Siria, Estados Unidos, Kenia o Ruanda, viene de algo profundamente sumergido en nuestro corazón humano. Nos hemos dividido, como si fuera posible seguir vivos al separar en nuestro cuerpo la cabeza del corazón. Hemos cambiado el religare sagrado de la genuina religión que une las ramas al tronco de un solo Dios, el del amor, por las ramas cortadas y resecas de la religiosidad dogmática. El leño seco de viejos testamentos, guardado en las bodegas del fundamentalismo excluyente, sólo ha servido para encender aquí y allá las hogueras del separatismo y de la guerra.

Estamos todos de duelo: los cristianos, los hinduistas, los musulmanes y los agnósticos, los blancos, los negros, los amarillos, los mestizos, los del amazonas y los del desierto. Necesitamos todos morir a lo que no somos, nacer al ser humano que con la barbarie hemos deshonrado. No puede construirse la libertad con la opresión del otro. La esencia de la paz no es la de mi exclusiva comodidad. La justicia no puede tener como base el sometimiento. Tu religión no puede mandarnos a todos los demás a los infernos. Estamos hartos de espirales de agresiones y venganzas. Hartos de que unos pocos se tomen la voz de las mayorías para hacer que nuestro Dios se parezca a un terrible vengador. A veces lo que llamamos religión más bien parece la adoración de un pequeño dios hecho a imagen y semejanza de nuestra barbarie. Entre los dogmatismos movidos por la recompensa del cielo o el temor al inferno, hemos hecho del planeta un purgatorio sin salida. Aquí estamos, esperando la vida eterna, mientras cerramos con violencia su única puerta de entrada: el presente. Con la violencia, matamos el presente. Perdemos el presente, ese tiempo en el que se manifiesta la presencia de cada uno como esencia de la vida.

Cuando no comprendemos las lecciones de la historia y nuestro único código de lectura es el de la víctima, nos quedamos encerrados en los infernos del pasado. Negamos el presente. Cuando pretendemos que el futuro sea guiado por el conservadurismo que niega la evolución, y pretende sofocar el necesario cambio en la camisa de fuerza de los dogmas, matamos el presente. Perdemos la presencia. Renunciamos a la vida aunque sigamos vegetando.

Cuando condenamos a Dios a vivir sólo en el antiguo testamento, no tenemos religión, aunque nos sobre religiosidad. Cuando contaminamos la tierra, las relaciones humanas, la política, la economía, nos condenamos a quitarle vida a nuestros años y vitalidad a las semillas del provenir. Cuando huimos de nuestra responsabilidad, dividimos el mundo y nos refugiamos todos en sus orillas, ignorando el punto de encuentro en la corriente de la vida, nos morimos lentamente en vida. Por el cauce de nuestra humanidad corre hoy la sangre de inocentes de todas las orillas, la de los inocentes de París, Madrid o Nueva York como la de todas las víctimas de los bombardeos indiscriminados. Estamos todos de duelo. Si, el duelo de nuestra propia muerte en Francia, España, Líbano, Siria, Europa, América o Asia. Estamos de duelo hace tiempo por la vergonzosa muerte de los millones de seres humanos devastados por el hambre. Estamos hartos ya de que no valga para nada el medio ambiente; estamos profundamente tristes de ver minusvaloradas a las mujeres. Estamos de duelo por los refugiados y todos los náufragos que no alcanzan a llegar.

Estamos todos heridos por la mortal enfermedad del miedo, con sus endemias de terror y terrorismo. La peste, el cólera, el ébola no son tan peligrosos como el temor, que mata la solidaridad y la compasión. Estamos de duelo por la muerte del amor.

Hemos llegado al punto de la historia en el que necesitamos todos, los de todos los lados, morir al temor. Morir al terror y al dogmatismo. Morir al espejismo de todos los extremismos, de los que se amamantan todos los tipos de terrorismos. Que sean más doctos o primitivos, todos son armaduras de miedo, bunkers que aprisionaron la tolerancia y asfixiaron la hermandad.

Nacer, renacer a lo que somos, no es posible sin restaurar la identidad con lo que todos, todos, somos. Nos han querido dividir entre los partidarios del sistema y los anti-sistema. Qué más da moverse más hacia la izquierda o hacia la derecha, si cuando perdemos nuestro centro, ese punto de encuentro con nosotros, con el otro, perdemos el corazón. Entonces sólo queda la reacción de las tripas y el resultado nos provoca náusea. La reactividad nos quita la responsabilidad. La comodidad nos hace perder la sensibilidad. La respuesta primitiva de atacar o de huir, nos impide cultivar nuestra humanidad, sembrar la paz, cosechar la libertad. Construir esa civilización del compartir que corresponde al ser humano hoy.

Si el cultivo de nuestra fe no excluye otras culturas y sistemas de creencias; si nuestra economía contribuye a esa justicia distributiva que es materia prima de la paz; si tu libertad y la mía no sólo no se excluyen sino que se completan; si nuestra dignidad no niega la identidad de los demás; si, desde adentro, miramos conmovidos a los ojos de la víctima y el verdugo que llevamos en nosotros mismos; si podemos percibir nuestras diferencias como afluentes que enriquecen y completan el cauce de una sola humanidad, entonces de nuevo podremos celebrar, porque habremos nacido a lo que somos: Humanidad.

Más allá del temor, unidos en nuestro dolor al dolor de todos, víctimas y verdugos —que también ellos fueron víctimas—, podremos revelar la necesidad urgente de la unión. Podremos mirar, desde la misma muerte, la oportunidad de renacer. Nacer por segunda vez a la inocencia y ser humanos. Movilizar nuestro potencial de amar, sentirnos células de un solo cuerpo y servir. Poner el amor en movimiento. Puede ser aquí, ahora, desde el verano del sur, o desde el invierno del norte, el 24 de diciembre, todos los días, siempre. Es Navidad cada vez que sientes que cada ser humano es tu hermano.

Desde el profundo dolor que desnuda el corazón, encendamos de nuevo, adentro, el fuego sagrado de la vida y digamos juntos todos: ¡Feliz Navidad!

JORGE CARVAJAL POSADA

Artículo publicado en la Revista Vivo Sano nº9

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